“La seguridad de no correr en vano”

Pbro. Raymundo Muñoz Paredes

1 dic 2016

De ordinario, siendo niños, anhelamos llegar a ser grandes porque pensamos que en la edad adulta nadie más nos dirá que hacer. A medida que va pasando el tiempo, la experiencia, el estudio, la seguridad económica y las relaciones, por citar algunos elementos, se nos presentan como las arras de una cercana autosuficiencia. Sin embargo, cuando nos acercamos a la madurez constatamos que esto no solo no termina de llegar, sino que aún en los llamados “éxitos personales”, la verdad es que hay más de los demás que de nosotros mismos.

Las cosas no podrían ser diferentes, puesto que, desde una antropología cristiana, la vida del hombre consiste en continuar el proyecto que Otro ha comenzado, y en el cual, nosotros, de modos diferentes, estamos llamados a tomar parte, en el contexto de una fidelidad creativa.

En efecto, la Sagrada Escritura afirma que para instaurar su Reino de paz y de justicia, Dios envió Dios a su Hijo (cf. Jn 1,14; Gal 4,4; Hb 1,1; Rm 8,3), que asumiendo la condición humana predicó la Buena Nueva del perdón a la humanidad (cf. Lc 4,18-19; Hb 9,15) y lo realizó con el ofrecimiento de su vida en la Cruz (cf. Hch 2,23ss; 1Co 5,7). En orden a perpetuar su misión, el Señor Jesús, desde el inicio de su ministerio, llamó a un grupo de discípulos para estar con Él, para instruirlos y para enviarlos a predicar con poder, como lo refiere San Marcos en 3,13-15. Resalto el hecho de que el evangelista no habla aquí de un llamamiento salvífico, sino ministerial, lo que significa que el llamamiento apostólico trasciende la salvación personal y se ordena hacer presente la salvación a la humanidad. Dicho llamamiento ministerial se confirmó cuando, en la Última Cena, Jesús instituyó a estos discípulos, sacerdotes de la Nueva Alianza (cf. Lc 22,19), y una vez resucitado, los constituyó Apóstoles, mediante el envío misionero: “…como el Padre me envió, así los envío yo” (Jn 20,21).

A partir de ese momento vamos a encontrar a los Apóstoles entregados totalmente a la misión de predicar el Evangelio, con palabras y obras. El libro de los Hechos de los Apóstoles y las Cartas Paulinas atestiguan que ellos tenían consciencia de predicar no su propio Evangelio, sino el de Cristo (cf. Hch 10,42; Rm 1,1; 2Co 10,17).

Pero, ¿con la muerte del último Apóstol terminó también la misión apostólica? El apostolado como institución concluyó, ciertamente, en un determinado momento; sin embargo, no por ello desapareció el ministerio apostólico, puesto que la obra encomendada por Jesucristo a los Apóstoles, está destinada a todos los hombres de todos los tiempos: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos… yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20; cf. Mc 16,15).

De este modo, la conciencia del ministerio recibido, urgió a los Apóstoles a procurar cooperadores a través de los cuales se continuase la misión del ministerio apostólico. Así lo atestiguan las Cartas a Timoteo: “Te recomiendo que reavives el don de Dios que está en ti, por la imposición de mis manos” (2Tim 1,6); y a Tito: “El motivo de haberte dejado en Creta fue para que acabaras de organizar lo que faltaba y establecieras presbíteros en cada ciudad como te lo ordené” (Tit 1,5).  Por tanto, la sucesión apostólica se convirtió en el medio necesario para que la obra de Cristo perdurase en el tiempo.

Desde entonces, según el testimonio constante de la Tradición, la Iglesia ha mantenido la sucesión apostólica, a fin de dar a los creyentes la garantía de recibir fielmente el mensaje de Jesucristo, junto con el invaluable tesoro de su gracia. Por ejemplo, San Hipólito de Roma atestigua que hacia el año 215 d.C., el Obispo, una vez elegido, era consagrado por los Obispos de las Iglesias limítrofes, mediante la imposición de manos (Hipólito, Trad. Apost.  2). Como deberes se le asignaba dirigir a la comunidad, impetrar la gracia de Dios y presidir la celebración eucarística. Además se le otorgaba la potestad de asignar cargos, de remitir los pecados en el proceso penitencial y de “desatar cualquier atadura”.

Pero el Obispo, como el Apóstol, ejerce su ministerio colegiado con los demás Obispos y en unión con el Papa. Al respecto, es ejemplar el caso de San Pablo, un hombre clave en la Iglesia primitiva del siglo I d.C. Originario de la tribu de Benjamín, circuncidado a los ocho días de nacido, hebreo e hijo de hebreos, educado en el judaísmo puro, a los pies de Gamaliel, nieto del Gran Hillel, fariseo intachable (cf. Flp 3,5-6; Hch 22,3), convertido al Evangelio por gracia de Dios (cf. Hch 9,1-19; Gal 1,15). Él desempeñó un papel primordial en la primera comunidad cristiana y, aun  siendo consciente de haber trabajado más que otros Apóstoles (cf. 2Co 11,22), no predica encerrado en su propia perspectiva, sino que al cabo de catorce años de misión, subió a Jerusalén para exponer a Pedro, a Santiago y a Juan, el Evangelio que predicaba a los gentiles, y de este modo, cerciorarse de no estar corriendo en vano (Gal 2, 1-2). Alcanzar la meta que Otro ha establecido (es decir, Jesús), es la razón de ser del Apóstol.

El Apóstol San Pablo sabía que esta comunión con Pedro, el primero de los Apóstoles, era esencial para la misión que realizaba entre los gentiles, puesto que la misión primordial de Pedro es confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,31-32).

Las implicaciones de estas afirmaciones, en su conjunto, son fundamentales para la comprensión del episcopado. El principio básico es que los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, nos dan la seguridad de trabajar para Cristo en la única Iglesia que él fundó (Mt 16,16-18), pues a decir de San Cipriano, “donde está el Obispo está Cristo”. El papel del Obispo en una Diócesis es, pues, confirmar en la fe al pueblo de Dios (cf. Mt 18,18), alimentándolo con el Evangelio, santificándolo con los sacramentos y apacentándolo en la caridad y en la misericordia. He aquí el lugar y la misión del Obispo en una porción de la Iglesia, llamada Diócesis.

Desde esta perspectiva, es muy deseable que la situación de “Sede Vacante” vivida por la  Diócesis de Tlaxcala, desde el pasado 11 de agosto, sea una situación sumamente transitoria, puesto que en la Iglesia no se concibe un pueblo sin un Pastor.

Por ello, sería muy acertado vivir el Adviento como una espera activa, análoga a aquella que vivió la primera comunidad cristiana, que mientras cumplía su misión evangelizadora también exclamaba ¡Marana thá! (cf. Ap 21,20). En este sentido, procuremos que nuestra oración para pedir a Dios un Obispo para Tlaxcala, sea acompañada de un mayor compromiso para continuar nuestra misión evangelizadora, bajo la guía de nuestro Plan Diocesano de Pastoral (2009-2019) y de nuestro Administrador Diocesano, Mons. Jorge Iván Gómez Gómez.

¡Marana tha! (¡Ven, Señor Jesús!)