Pbro. Lic. Luis Manuel Avendaño Montes
Para mí, como sacerdote, la vida espiritual es de un interés y preocupación central, tanto por mi consagración como por mi misión. Sé que nací como sacerdote para la Iglesia y que ésta me aceptó para promover la santidad en el Pueblo de Dios, sobre todo por medio de la dirección espiritual.
Temas como la espiritualidad, deben corresponder al momento histórico de la vida de los laicos, y el Periódico Discípulo Misionero, me da la oportunidad de alimentar su vida espiritual. Animarme a escribir sobre espiritualidad cristiana, además de la invitación que me han hecho, surge de la imperiosa necesidad de ofrecer sentido a nuestro mundo, que en lo profundo de su entraña, tiene sed del Dios vivo.
Ante el desafío de impulsar la vivencia cristiana profunda lo primero que tenemos que hacer es situarnos y preguntarnos sobre la realidad que nos rodea, donde es preciso vivir cristianamente. Al hombre y la mujer de nuestro tiempo les comparto algunas convicciones esenciales que nos harán más sabios, a la luz de la fe, en la vida cotidiana y más audaces en nuestro testimonio de cada día.
La vida espiritual nace del “creer que Dios me ama” (1Jn 4,7-10). El Dios de Jesús toda bondad y misericordia, gratuidad, ternura y providencia, expresiones todas de amor infinito, personal e inaudito por cada uno de nosotros que somos hechos por sus manos (Gn 1,26-27). Así la espiritualidad nos lleva a vivir un estilo de vida, según el Evangelio.
A raíz de esta experiencia de Dios; se vive de Dios, o sea: se vive en gracia, ‘habitados por el Huésped Divino’ (1Cor 6, 19), pues “El que me ama guardará mis palabras y mi Padre lo amará y vendremos y haremos en él nuestra morada” De este amor maravilloso surge el deseo vital de seguimiento de Jesús. De la fascinación a Cristo se desprende ir tras sus huellas, incansablemente. Y este deseo de parecernos a Él lo vivimos cada uno según la vocación y misión que Dios nuestro Padre nos ha regalado. Pero esta obra maestra la realiza en nosotros el Espíritu Santo.
Veamos, pues, que no hay nada más importante en la vida que aprender amar y a ser amado. Jesús elevó el amor a la categoría de objetivo de la transformación espiritual. Los psicoanalistas lo consideran la piedra angular del crecimiento espiritual. Dar y recibir amor está en el corazón del ser humano, de cada uno de nosotros; es nuestra razón de ser.
Los temas que seguiré escribiendo tratan del amor, pero no del amor sentimental, sino del amor fuerte y transformador del espíritu; tratan de las maneras que tenemos y vivimos el amor y del modo en que el amor nos ofrece una liberación a nuestros más profundos temores; tratan de las consecuencias de construir el itinerario espiritual en torno a cualquier cosa que no sea entregarse al amor; tratan de sabernos profundamente amados por Dios como primer paso para amar verdaderamente a los demás y a Dios.
Sabemos que el amor invita a la entrega y a la espiritualidad. El amor invita a la entrega, y la entrega se encuentra en el centro de la espiritualidad. El entrecruzamiento del amor, la entrega y la espiritualidad brotan tanto de la naturaleza del amor como de la naturaleza de los seres humanos.
La entrega forma parte del amor genuino, como también de la espiritualidad auténtica. El amor invita al abandono y a la intimidad. El amor habla de lo más profundo del alma, donde anhelamos liberarnos de nuestro aislamiento y deseamos una pertenencia que nos asegure que estamos por fin, en el lugar debido. El amor habla el lenguaje del alma cuando despierta nuestra hambre de relación.
El amor es el origen de las más profundas fuentes de vitalidad humana. Mi itinerario espiritual personal se desarrolla en mi consagración a Cristo, y mi manera de entender el amor lo fundamento en mi experiencia de ser amado por Dios. Porque la capacidad de amar a los demás es la cumbre de la realización y la realización para todas las personas.
La vida cristiana espiritualmente, no puede prescindir de la oración de contemplación, que es la oración propia para dedicar tiempo a ‘hablar a solas con el amado’ como Jesús lo hacía con su Padre en el Espíritu. Si seguimos el Evangelio con detenimiento, descubrimos muchas actitudes que nos ayudan para dar relieve a esta expresión de amor: a los discípulos; a su Señor y su Misterio. La auténtica oración nos lleva como de la mano a la Eucaristía que es el manantial permanente donde todos en la Iglesia nos recreamos en la contemplación del amor, para decirle a Jesús con el corazón: “Señor a quien vamos a ir, solo tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído que tu eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68-69).