Pbro. Lic. Ranulfo Rojas Bretón
Al llegar a la imponente Basílica de San Pedro en Roma se encuentra uno frente a la majestuosidad de dos esculturas de una impresionante altura la de san Pedro y san Pablo custodiando el ingreso a la Basílica. Sus miradas férreas parecen vigilar la llegada de los peregrinos. Ahí están los dos pilares de la Iglesia a la vez son modelos de todos los cristianos.
Me han preguntado que si estos apóstoles pueden ser modelos para los sacerdotes y para quienes se forman en los seminarios. Estoy convencido que tienen mucho que enseñarnos y no sólo a los sacerdotes y seminaristas sino a todos los bautizados y de manera especial a los que tenemos una vocación específica en la Iglesia. Podría señalar muchas cualidades a imitar, pero sólo me referiré a dos de ellas. Debo aclarar que no considero sean las más importantes para todos, pues esto depende de cada uno, sin embargo, para mí, son muy atractivas. Confieso que, personalmente, las tomo como mis grandes enseñanzas, trato de imitarlas, de estos dos grandes campeones de la Iglesia.
El arrojo de san Pedro y la parresía de san Pablo, son cualidades a imitar por los cristianos y de manera especial por quienes se sienten llamados a cuidar la Iglesia viviendo sus vocaciones específicas. A Pedro se le vio siempre arrebatado, valiente: “aunque todos le abandonen, yo jamás te abandonaré”, “yo daré mi vida por ti”. Por citar las expresiones del discípulo que no duda en afirmar su amor por el maestro, aunque ya sabemos que el miedo a perder la vida que ofrecía, también llegó a detenerlo, pero, ¿quién no falla? ¿Quién no se equivoca? ¿Quién no cae? Eso no quiere decir dejar de amar, pero el Pedro humano enfrenta su pasión dominante, “el miedo”. Ese que lo paralizó ante la servidora del Sumo Sacerdote, que lo hizo negar y blasfemar contra el maestro, negando incluso que lo conocía. Pero el amor, ese que lo hizo llorar amargamente, el dolor de saberse traidor y faltar a su palabra. La Tradición de la Iglesia, refiere, que nunca dejó de llorar su traición e incluso que tenía en las mejillas las marcas de las lágrimas, marcas que lo acompañaron hasta su muerte.
Miedo que aún frente a la Iglesia lo hacía dudar de acercarse a los griegos para no ser criticado por los judíos, miedo que lo hizo enfrentarse a Pablo que le reclamaba su temor por la presencia de los judíos llegados de Jerusalén. Pero amor que lo hizo defender su fe ante el sanedrín a pesar de ser amenazado con recibir los azotes marcados por la ley. Amor reverencial que lo hizo pedir el martirio cabeza abajo por la indignidad de morir como el maestro.
Ese es Pedro, el de más confianza entre los discípulos, aquel que mereció que Jesús le confiara la Iglesia y le encomendara a los demás apóstoles: “He rogado por ti para que tu fe no desfallezca, y, una vez confirmado, confirma a tus hermanos”, o bien: “a ti te daré las llaves del Reino de los cielos”. En el momento de las tres preguntas sobre el amor le dirá: “apacienta a mis ovejas”, señalando con ello, la solicitud por los obispos.
Y qué decir de la “parresía” de san Pablo, parresía significa el impulso que sale desde dentro y es incontrolable: “ay de mi si no evangelizara”. Pablo muestra su impulso, pasión, convicción de estar siempre evangelizando “a tiempo y a destiempo”. No importa lo que te pase en la vida, siempre debes seguir adelante.
Sorprende Pablo en las ocasiones en que fue castigado con el látigo a la usanza de los romanos. En una ocasión lo golpearon tanto que lo dejaron por muerto. Los discípulos fueron a recoger el “supuesto” cadáver y se dieron cuenta de que estaba vivo. Se lo llevaron, lo curaron y tan pronto se sintió bien, se volvió a embarcar para seguir predicando. En otra ocasión naufragó y fue arrojado a la Isla de Creta, fue picado por una serpiente. Luego de ser atendido se recuperó y siguió adelante. Nada lo detuvo, siempre se sobrepuso y fue un gran misionero que aprendió a vivir con abundancia y a pasar necesidad y hambre. Trabajó con sus manos para no ser una carga. En fin, Pablo es el apóstol indómito, que nunca se daba por vencido y fue siempre el modelo de integridad, de compromiso misionero.
Parresía implica el deseo profundo de compartir lo que siente en el corazón. No evangeliza por obligación, mucho menos por una gratificación. Evangeliza porque no puede no hacerlo. El impulso interno lo lleva a compartir la noticia que él conoce.
Valdría la pena que cada uno pudiese ver en estos dos apóstoles los modelos que se complementan y promueven la vida del discípulo misionero, del que se esfuerza por vivir su cristianismo convencido de que lo que recibió no es para él, sino que él es para ser instrumento del Evangelio de Jesús.