Pbro. Juan Gabriel Pérez
En México la mayor parte somos Católicos sin embargo, debido a las circunstancias de nuestra historia, reformas, persecución religiosa, escuela laica, y sobre todo demasiada ignorancia religiosa, ha venido a ser nuestra religión una expresión basada en emociones o sentimientos, en tradiciones populares muy arraigadas o en devociones que no llegan al corazón de la fe ilustrada.
Todos conocemos estas expresiones “voy a Misa solo cuando me nace de corazón” o se asiste a Misa solo cuando hay ceremonias de15 años o bodas (celebraciones sociales); la clásica expresión ” soy creyente pero no practicante” o aquel que se autocalifica como “católico, pero no fanático”, llamando fanatismo al ir a Misa todos los domingos…
Para recuperar todo el significado del domingo, el Papa Juan Pablo II nos ha entregado el magnífico documento Dies Domini analizando todos los aspectos y ángulos de esta fiesta semanal.
Leemos en el libro del Génesis de la Biblia cómo Dios al terminar los trabajos de la Creación, “bendijo y santificó el día séptimo”. De ahí surgió la tradición israelita de santificar cada séptimo día llamándolo “sábado”. El precepto del sábado en el Antiguo Testamento, se basa en la profundidad del designio de Dios. Se coloca dentro del mismo Decálogo: “Acuérdate del día del sábado para santificarlo”. El sábado recuerda que el tiempo y la historia pertenecen a Dios y que el hombre no puede dedicarse a trabajar o descansar sin tener en cuenta esta verdad.
Del sábado al domingo: los cristianos han asumido como lo más natural y lógico, como día festivo el primer día después del sábado ya que en él tuvo lugar la Resurrección del Señor Jesús. Muy a propósito Jesucristo resucitó después del sábado, se apareció a sus discípulos siempre después del sábado y envió al Espíritu Santo en Pentecostés, después del sábado, para evidenciar, como Él lo dijo, “que el Hijo del Hombre es dueño del sábado” (Mt.12,8) y para inaugurar el culto del Nuevo Testamento. El precepto de la Antigua Alianza alcanza en Cristo su pleno significado y de ser el “séptimo” día de la semana, pasa a ser “el primer día”.
El Papa Inocencio I, en el siglo V, escribía: “Celebramos el domingo por la venerable resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, no solo en Pascua, sino cada semana”. San Agustín llama al domingo “Sacramento de la Pascua”. La tradición del Día del Señor, ininterrumpida a través de los siglos en toda la Iglesia, no solamente tiene sus raíces en la obra divina de la Creación, sino que hace referencia específica a la resurrección de Cristo: cada domingo se pone a la consideración y a la vida de los fieles el acontecimiento Pascual, del que brota la salvación del mundo. Desde los tiempos apostólicos, “el primer día después del sábado”, el primero de la semana, comenzó a marcar el rito de la vida de los cristianos.
Podemos considerar al domingo como una síntesis de la vida cristiana y una condición para vivirla bien. Es una verdadera y precisa obligación dentro de la disciplina eclesial. Pero no debe verse como un precepto pesadamente obligatorio sino como una exigencia inscrita profundamente en inexistencia humana. No se puede vivir la fe sin la participación plena en la vida de la comunidad cristiana, que se reúne regularmente en la Eucaristía semanal, en donde se realiza en plenitud el culto que los hombres deben a Dios y que no puede compararse con ninguna otra experiencia religiosa, por intensa que esta sea.
El domingo, día de oración, comunión y alegría, repercute en la sociedad irradiando energías de vida y de esperanza. Es el anuncio de que el tiempo, habitado por Aquel que resucitó y es Señor de la historia, no es la muerte de nuestras ilusiones sino la cuna de un futuro siempre nuevo, la oportunidad de transformar los momentos fugaces de esta vida en semillas de eternidad.
El domingo es una invitación a mirar hacia adelante; es el día en que la comunidad cristiana aclama a Cristo su “Maranatha”. ¡Señor, ven! de domingo en domingo la Iglesia camina hacia el “domingo sin ocaso” de la Jerusalén Celestial, cuando Cristo sea por fin todo en todos, por los siglos de los siglos.
¡No tengas miedo de dar tu tiempo a Cristo! Abramos nuestro tiempo a Cristo para que él lo pueda iluminar y dirigir. Él es quien conoce el secreto del tiempo y el secreto de la eternidad, y nos entrega “su día” como un don siempre nuevo de su amor. El descubrimiento de este día es una gracia que se ha de pedir, no sólo para vivir en plenitud las exigencias propias de la fe, sino también para dar una respuesta concreta a los anhelos íntimos y auténticos de cada ser humano. El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida.