Pbro. Jorge Iván Gómez G.
La maternidad divina es uno de los dogmas marianos que hacen parte del “depósito de la fe”, junto a la Virginidad perpetua, la Inmaculada Concepción y la gloriosa asunción.
En la elaboración de estas notas considero oportuno enunciar algunos elementos que bien podrían ayudarnos a contextualizar y ubicar el tema que nos ocupa:
- En el actual calendario litúrgico, el primer día del año, se celebra la solemnidad de la maternidad divina de María. El propósito, entre otras cosas, es el de confiar a la Santísima Virgen María el nuevo año.
- Ciertamente emerge el ambiente navideño, ya que en este día concluye la octava de Navidad, iniciada precisamente en la noche santa del nacimiento del Salvador. En ese mismo contexto, en el domingo entre la Navidad y la solemnidad de la Madre de Dios, se ha celebrado la fiesta de la Sagrada Familia.
- La maternidad divina es uno de los dogmas marianos que hacen parte del “depósito de la fe”, junto a la Virginidad perpetua, la Inmaculada Concepción y la gloriosa asunción. Como tal, el dogma de la maternidad divina fue proclamado por el concilio de Éfeso en el año 431, teniendo como su acérrimo defensor e impulsor a Cirilo de Alejandría.
- Desde el punto de vista doctrinal, expresa la razón de ser de María en la historia de la salvación, por lo que es el eje de aquella área que se ocupa de “La Persona y Misión de María: la Mariología”. Y, así viene expresado por el Concilio Vaticano II (1962/1965) que en la Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium” le dedica el capítulo VIII, cuyo título es: “La Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia”.
- El mismo Concilio, asocia la maternidad divina de María con el concepto de su maternidad espiritual, llamándole madre nuestra “en el orden de la gracia” (cf. LG 61) y, a su vez, le otorga el título de “madre de la Iglesia” (cf. LG 63).
La Maternidad divina[1] (Theotókos, Deipara, Dei Génetrix, Máter Dei: Concilio de Éfeso, 431; cf. CIC ns. 495; cf. Mt 1, 16-18; 2, 11-21; 12, 46-50; 13, 54-56; Mc 3, 31-35; 6, 1-6, Lc 1, 26-ss.; 2, 7; 8, 19-21; Jn 2, 1-6; 19, 25-27; Gál 4, 4; Rm 9, 5).
La exposición de esta verdad de fe en torno a la maternidad divina de María nos sugiere a partir de los textos bíblicos, arriba citados una serie de consideraciones:
a) En algunos de los textos bíblicos no aparece la expresión explícita: Madre de Dios; pero varios de los mismos le llaman Madre del Señor (Lc 1, 43) y Madre del Emmanuel (Mt 1, 23). Por lo que, con base en ello, surgen varios interrogantes: ¿Cómo entender racionalmente que María es Madre de Dios? Además, suponiendo que se entienda de que Jesús es el Hijo de Dios, aparece otra cuestión al llamar a María Madre del Hijo de Dios, ya que ella no engendró sino la humanidad, que está unida substancialmente a la divinidad, por lo que habría de llamársele: “Madre del Verbo encarnado o Madre del Hijo de Dios hecho hombre”; además, María no podía ser Madre de Dios, pues ello supondría que es Madre del Padre y del Espíritu Santo. La respuesta a todos estos cuestionamientos nos vienen de los concilios cristológicos que, a partir de las Escrituras y la teología de los Padres, han de iluminarnos.
b) Desde antiguo, los primeros fieles, expresaron su fe en la maternidad divina de María. Testimonio de ello es la antiquísima oración de súplica: “Sub tuum praesidium” (bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios). En liturgia actual, este misterio de nuestra salvación viene colocado en el contexto de la Navidad y, concretamente, a la conclusión de la Octava de Navidad (1 de enero), como efectivamente aparece desde antiguo en la Liturgia de Roma y como ya afirmado antes en las presentes notas. Se trata de “celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y exaltar la singular dignidad de que goza la Madre santa, por la cual merecimos recibir al autor de la vida” (cf. Marialis Cultus, de Pablo VI, n. 5).
c) Esta fe viva se enfrenta a una crisis en el s. IV, causada por Nestorio, patriarca de Constantinopla, de la escuela Antioquena. Lo que está en juego es la comprensión de la realidad misma de Jesucristo y pone de manifiesto la verdad con relación a María: Nestorio enseñaba que María sólo engendró “el templo”, o sea, la naturaleza humana de Cristo en que Dios habitó… María sería Madre de Cristo (portadora de Dios), pero no Madre de Dios… La cuestión fundamental es la persona de Jesucristo: Una persona humana o la persona del Verbo increado de Dios…? Tanto Nestorio como Cirilo de Alejandría (escuela Alejandrina) acuden al Papa Celestino I, quien se pronuncia contra Nestorio, porque éste dividía a Cristo: “Sólo separando en Jesús humanidad y divinidad se puede negar que María es verdaderamente Madre de Dios…”[2]. El emperador Teodosio decide reunir un Concilio: Éfeso 431, que determina como el Credo de Nicea (año 325) se constituye en la regla para juzgar las doctrinas en discusión. Se lee la Carta segunda de Cirilo a Nestorio, que el Concilio aprobó solemnemente como la expresión de su fe:
Así confesamos un solo Cristo y un solo Señor… El cuerpo del Verbo no le es ajeno; con él está sentado ahora con su Padre… No son dos Hijos que están sentados con su Padre, sino uno sólo, a causa de la unión con su propia carne… No ha abandonado su ser divino ni su generación de Dios-Padre, sino que, tomando carne, ha permanecido lo que era. He aquí lo que enseña la fe ortodoxa (recta). He aquí lo que encontramos en la enseñanza de los santos Padres. Por eso se atrevieron a llamar Theotókos (Madre de Dios) a la santa Virgen. No que la naturaleza del Verbo o su divinidad haya tomado de la santa Virgen el principio de su existencia, sino que, porque de ella ha nacido este santo Cuerpo animado de un alma racional, a la que el Verbo se ha unido hipostáticamente, se dice que el Verbo ha sido engendrado según la carne.
Con la expresión: “unión hipostática”, se entiende la coexistencia de las dos naturalezas en Cristo, la divina y la humana: en la unidad de la sola Persona del Verbo eterno; es decir, en Cristo no hay sino una sola Persona (en griego: hypóstasis), la eterna del Verbo.
d) La doctrina de Éfeso ha sido confirmada por el Concilio de Calcedonia (451), convocado por el Emperador Marciano, con el fin de responder a la herejía del monofisismo[3]. María es la Madre del Señor (cf. Lc 1, 43), según el testimonio de la Escritura. Afirma el Concilio de Calcedonia: “Siguiendo, pues, a los santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo…, engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la humanidad”[4].
e) El Concilio Vaticano II reconoce en la Maternidad divina el principio teológico de toda la teología mariana y nos la presenta, ya desde el título mismo del capítulo VIII de la Lumen Gentium, en íntima relación Cristo y con la Iglesia. Y le reconoce, como consecuencia lógica, el título de Madre de la Iglesia, ya que ella es Madre de aquél, el cual, es cabeza del cuerpo místico, que es la Iglesia; por tanto, si María es la Madre de la Cabeza de la Iglesia, por ende, también lo es del Cuerpo (LG 61-63).
Conclusión
La doctrina aquí expuesta en torno a la definición dogmática sobre la Madre de Dios deberá motivar el culto, la espiritualidad y la pastoral, de lo contrario dichos enunciados podrían aparecer desencarnados y quedar como “piezas de museo” relegados al “depósito” de la fe. De ahí que la iluminación teológica deberá llevarnos a los discípulos misioneros de Jesucristo a celebrar lo que creemos, a interiorizarlo para que motive nuestra vida espiritual y se proyecte en el acompañamiento pastoral, de tal manera que sintamos que María es también nuestra madre que acompaña nuestro diario caminar.
En este año 2024 en que hacemos memoria de los 500 años de la llegada de los primeros franciscanos a nuestras tierras, trayendo consigo el Evangelio, cito textualmente cuanto aparece en nuestro Plan Diocesano de Pastoral: Mantengamos viva la presencia amorosa y protectora de María, que se extiende en las distintas advocaciones en nuestra geografía espiritual tlaxcalteca; Nuestra Señora de la Misericordia, en Apizaco; nuestra Señora de la Caridad, en Huamantla; la Virgen de Loreto, en Españita; la Virgen de la Defensa, en Totolac; además de la riqueza que la gente encuentra en otras devociones marianas: del Carmen, de La Paz, la Inmaculada Concepción, etcétera que alimentan la fe y fortalecen nuestra vida cristiana
[1] Cf. AA. VV. Madre de Dios, en el NDM, o.c., 1173-1199; GONZÁLEZ, C. I., María, Evangelizada y Evangelizadora, o.c., 343-399.
[2] Cf. Carta del 11 de agosto del 430.
[3] Se trata de la doctrina cristológica del monje Eutiques, que proponía que en Cristo había una sola naturaleza (la divina), pues la naturaleza humana había sido absorbida por la divina, como “el océano absorbe una gota de agua”. A esta proposición se le añade otras que argumentaban, fundamentalmente, que la carne de Cristo era “carne celeste” y que su humanidad “había sido divinizada” (los docetistas), con ello se pretendía rescatar la virginidad de María en la concepción y después del parto, pero se negaba que María fuese la Theotokos.
[4] Concilio de Calcedonia, DS 301.